Y aquí estoy, sentado frente al monitor, con las piernas cruzadas y la espalda encorvada. A unas horas de subirme una avión para irme de vacaciones a Miami, Florida y comprarme un iPod. Este viaje es mucho más que una contradicción ideológica, es hipocresía.
Aquí estoy, con la cara del Che rebotando en la pared, con ese póster que tengo en el que sólo mira a lo lejos con esa mirada que sólo Guevara tiene. Ese póster que he visto por largas horas. La hoz y el martillo rellenan el espacio. Me duele la cabeza, siento el peso en la espalda. Con mi pila de libros comunistas, con mi paliacate rojo y con un iPod y ropa de marca.
A veces pienso que todo esto es un chiste, uno largo, sobre un comunista que cruza la frontera a los Estados Unidos con el himno de la Unión Soviética en el bolsillo.
Sin embargo, me siento arrastrado por la situación. Los boletos comprados, las ilusiones de mi familia creadas y una situación donde oponerme a ir y a cooperar son sus planes sólo causaría una crisis y una gran, gran pelea ( pero que buen peso me quitaría de encima).
Lo que si podría hacer es no comprar el iPod, no ser una pequeña perra capitalista y sólo acompañar al grupo en lo estrictamente necesario. Pero vivimos en un mundo materialista, donde la mercadotecnia te caza de una manera voraz. Justo mientras escribo estas líneas, sale un aviso de e-mail de Apple sobre las nuevas ventajas del iPod Touch. Irónico.
Todas las noches, cuando me voy a dormir, cruzo los brazos, cierro los ojos y espero a que el sueño me derrote. Entre la conciencia y el sueño, un horrible pensamiento viene a mi cabeza y me golpea. Los rostros de las personas que murieron hoy de hambre pasan por mi mente, uno a uno. Me imagino viviendo en otras realidades, una realidad donde no tengo esta cama, donde no cené molletes. La tristeza me invade y me veo obligado a prender la lámpara y continuar con el libro en turno. Siento las lágrimas, las caras de dolor y de tristeza, siento el peso de los estómagos vacíos y yo aquí, a punto de irme a Miami.
Según yo soy muy comunista, según yo trato de no continuar alimentando al imperio gringo pero aquí estoy, con una incómoda cantidad de dólares en el escritorio, listos para ser gastados.
Me dirijo a la tierra de los anti-fidelistas... a una tierra donde la imagen el joven abogado Fidel Castro ha sido deformada a la de un terrible dictador, un Hitler chiquito.
Apenas me cae el veinte de que en unas horas estaré pisando el país al que tanto odio y puedo decir y escribir odio sin la menor duda. Los odio. Odio su idea de ser los dueños del mundo, odio sus pinches políticas intervencionistas, su imperialismo.
No sé como podré, no tengo idea de lo que voy a hacer. No sé si me voy a acabar encontrando al Che en el avión, junto a mi y con su mirada. Y acabaré echo bolita todo el día y odiando a todos y a todo.
No sé si al final seré llevado por el materialismo y luego consumido por dentro por la culpa.
Mi cabeza hecha un desmadre, el estómago se me revuelve. Continúo escuchando mi música especial para este mood de revolucionario. El remordimiento me carcome, ni un té me salva.
Esta tarde, al salir de la escuela, lleno de deseos de diversión y de "me traes un recuerdíto, eh" estaba realmente feliz. Estaba liberado de la monotonía gris de la escuela y listo para viajar, para conocer paisajes y gente, exitoso en mi estrategia de alejar mi comunismo "aunque sea un ratito". Salía muy feliz de la escuela lleno de abrazos y besos de despedida y una sonrisa de oreja a oreja, cuando de pronto... a unos pasos de la escuela, una señora indígena con su vestido morado. Las manos arrugadas, la piel morena reseca hasta el extremo, los ojos rojos y un rostro de profundísima tristeza.
Boom.
Mi corazón se detuvo, se me hizo un nudo en la garganta y se humedecieron mis ojos. Busqué en todos lados y no tenía ni un sólo peso, ni nada de nada. Mi mochila completamente vacía al igual que mis bolsillos. No tuve más remedio que regalarle un pulparindo. Lo puse en su mano y puse encima la mía. Le sonreí desde lo más profundo de mi corazón y me fui antes de tirarle una lágrima encima. Me hice el que no pasaba nada con mi amigo, Roberto.
Al llegar al coche pude contener el llanto y convertirlo en ira, como de costumbre. Y ahora es esta entrada.
Antes de irme, Roberto me dijo que no podría hacer nada. Que esos estómagos vacíos no eran mi culpa y que no podría hacer mucho para cambiarlo todo.
Con la voz entrecortada respondí que sí, que ya verá como se me ocurre algo.
Más vale que sea pronto, antes de autodestruirte, pensé.