Todo comenzó con sombras, a la tenue luz de la lámpara, a la medianoche.
La bestia pasaba volando, golpeándome la cabeza con sus patas hechas de polvo.
Las alas, negras como la noche que aguardaba fuera de la ventana aleteaban tan fuerte que podía sentir la onda del aire en mi rostro. La bestia se posaba en la pared, presumiendo su tamaño y poniéndome los nervios de punta.
Sabía que no era lo correcto matarla, no es su culpa ser una abominación y en los días recientes estuve defendiendo los derechos de los animales al punto de criticar zoológicos.
Pero también sabía que no tendría el valor de guiarla con cuidado fuera de mi acogedora guarida.
Con las manos sudorosas y la carne de gallina, deslicé la lanza de mi escultura de caballero de águila y la saqué por completo.
Un pedazo de metal bien pulido de 40 cm y que termina en punta, mi espada.
La bestia continuaba estrellándose contra la pared y contra la lámpara y los golpes retumbaban por el silencioso cuarto. Segado por la luz, movía mi espada como un anciano japonés mueve sus palillos chinos para que las moscas no se acerquen a su arroz, con mucha soya, como les gusta en al asilo.
Un golpe fallido y el sonido inconfundible del vidrio me hizo tomar la decisión final, jamás podría sacarla, la bestia moriría aquí y ahora.
Cerré la puerta y apreté el seguro, como temiendo que la bestia pudiera girar la perilla. Después de un par de minutos de vuelo en círculos continuo, la bestia se detuvo lo suficiente como para que pudiera soltar un espadazo más certero. Un pedazo del ala izquierda quedó en el piso mientras la bestia volaba de nuevo.
La victoria estaba un poco más cerca. Como todo buen psicópata, tomé un pañuelo y limpié el polvo y los trozos de ala de mi arma. Un minuto y medio de chocar violentamente contra la pare y de volar cada vez más torpemente, me dieron el valor de acercarme de nuevo. La bestia se quedó en un rincón y casi sin ver, volví a atacar.
La horrible abominación voló tan rápido que ni me di cuenta que se había ido, al levantar mi espada vi un líquido amarillo escurriendo hacia abajo. Victoria.
Limpié el líquido y esperé a que mi víctima cayera muerta. De repente, la bestia se posó frente a mi, dispuesta a morir. Pensé en esperar a que muriera lentamente. La bestia aleteaba haciéndome saber de su sufrimiento, un par de pasos más y me sentí listo para dar el último golpe, el definitivo. Apunté y la espada cayó.
Lo que tenía ante mí después de eso era el espectáculo más asqueroso y horripilante que había visto en mucho tiempo. La cabeza completamente separada del cuerpo y en el medio, una cantidad increíble de líquido viscoso amarillo.
Limpié mi espada y me dispuse a levantar el cadáver. Cuando acerqué mi dedo cubierto con un pañuelo al ala de la bestia, esta aleteó y levantó vuelo por un par de segundos.
Tomé de nuevo mi espada y la clavé justo enmedio.
Hoy, la bestia descansa en la lanza del caballero águila, como trofeo de mi batalla a medianoche.
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